lunes, 10 de junio de 2013

El TANGRAM ... JUGUEMOS!



El TANGRAM juego de formas chino es un juego individual que estimula la creatividad. Con él se pueden construir infinidad de figuras.
En chino recibe el nombre de tabla de la sabiduría o tabla de los siete elementos. Como su nombre indica consta de siete figuras:
  • un cuadrado
  • un paralelogramo
  • cinco triángulos (dos grandes, dos pequeños y uno mediano)

Sus reglas son muy simples; con dichos elementos, ni uno más ni uno menos, se deben de construir figuras. Además es un juego planimétrico, es decir, todas las figuras deben estar contenidas en un mismo plano. Aparte de esto, se tiene libertad total para elaborar las figuras.
Las siete piezas del Tangram  
1-Si el lado del cuadrado es la unidad, determinar el lado de cada una de las figuras que lo componen.
2-Si el área del cuadrado es la unidad, determinar el área de cada una de las figuras que lo componen. 

Un ejemplo clásico
Dos figuras con apariencia humana construida con las piezas del Tangram, una con pie y la otra sin pie. Sin embargo ambas están formadas por las siete piezas... como puedes comprobar pasando el ratón por encima de las figuras.
Figuras humanas formadas con las siete piezas del tangram
La división del cuadrado para formar las siete piezas del tangram no es fortuita, sino que obedece a la influencia de esta figura geométrica en la antigua cultura china.
En la introducción de un libro del siglo XIX lo nombra como ch'i ch'ae pan (o juego de los siete elementos); como la palabra ch'i ch'ae data de la época Chu (740-300 a.d. C) parece que sobre esa fecha pueda fijarse su origen, aunque otros autores no le dan más de 350 años.
Los primeros libros sobre el tangram no aparecen hasta 1813. En Europa y América se difundió rápidamente, especialmente a partir de esta fecha.
   A título de curiosidad cabe mencionar un artículo publicado en 1817 por M. Williams titulado: New Mathematical Demostrations of Euclid rendered clear and familiar to the minds of youth, with no other mathematical instruments than the triangular pieces, commonly called the chineses puzzle(Algo asi como: Nuevas Demostraciones matemáticas de Euclides, explicadas, claras y familiares para las mentes jóvenes, con no otros instrumentos que las piezas triangulares, llamadas comunmente puzzle chino).
Todo indica, que desde el primer momento se vislumbraron las amplias posibilidades didácticas del juego.
Si en cuanto al origen del juego no parece existir ninguna duda, parece ser que el nombre de tangram nació en Inglaterra (trangam, en inglés antiguo significa rompecabezas o juego). Una mala transcripción en un diccionario de la época dio el nombre de tangram.
Salvo el origen, casi todo son hipótesis y muchas discusiones debido, principalmente, a las acusaciones entre los primeros autores de los libros sobre los plagios de figuras.

Tangram de ocho piezas
Tangram de cinco piezas


Tangram de Fletcher
Tangram ruso de 12 piezas
Existen multitud de juegos basados en los mismos principios pero con distintas piezas. A casi todos estos rompecabezas se les conoce con el nombre de tangram. He aquí algunos de los más populares.
TE RECOMENDAMOS: 

http://www.navegalia.com/personal/demarchi/index.htm Página personal de I. De Marchi desde la que te puedes bajar una excelente, y fácil de utilizar, demo para construir figuras.


EL DECÁLOGO DEL BUEN LECTOR

EL DECÁLOGO DEL BUEN LECTOR




   1. Todos los días, reservarte un rato para leer.
   2. Busca cualquier disculpa para que te lean y te  cuenten cuentos.
   3. Fíjate bien en cómo leen las personas mayores.
   4. No te quedes con ninguna duda.
   5. Pide consejo: a tus padres, a tus profes, al bibliotecario, al librero...
   6. Si te apetece leer, lee. No te distraigas con otras cosas.
   7. Visita la librería y la biblioteca más próximas.
   8. Organiza bien tu biblioteca.
   9. Piensa que tus amigas, tus amigos, son los mejores compañeros de lecturas.
   10. Aprovecha cualquier ocasión para leer.
 


 

UN LIBRO ESTA HECHO DE...

UN LIBRO ESTA HECHO DE .....






RAZONES PARA LEER








PARA SER UN BUEN LECTOR

 












EL ALFILER /VENTURA GARCÍA CALDERÓN

 

EL  ALFILER
                                                                         
     La bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras el jinete, en un santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda de Tilcabamba. Por el obeso balcón de cedro, asomó la cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido,  que temblaba.
     Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo:
     -¿Qué te pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas... ¡Si no nos comemos aquí a la gente! Habla no más.
     El borradito, llamado así en el valle por el rostro picado de viruelas, asía  con desesperada mano el sombrero de jipijapa y quiso explicar  tantas cosas a la vez -la desgracia súbita, su galope  nocturno de veinte leguas, la orden de llegar en pocas horas aunque reventara la bestia en el camino- que enmudeció por un minuto. De repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahíla.
     -Pues, le diré a mi amito que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche mismito agarró y se murió la niña Grimanesa.
     Si don Timoteo no sacó el revólver como siempre que se hallaba conmovido, fue sin duda, por mandato de la Providencia; pero estrujó el brazo del criado queriéndole extirpar mil detalle.
     -¿Anoche?...¿Está muerta?...¿Grimanesa?... Algo advirtió quizá en las obscuras explicaciones del Borradito, pues sin decir palabra, rogando que no despertaran a su hija, "la niña Ana María", bajó él mismo a ensillar su mejor caballo de paso.
     Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno, Conrado Basadre, que el año último se casara con Grimanesa, la linda y amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios, una fiesta sin par, con fuegos de Bengala, sus indias danzantes de camisón morado, sus indias, que todavía lloran la muerte de los incas, ocurrida en siglos remotos, pero  revivisciente en la endecha  de la raza humillada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de sementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos, que ostentaban en el ruedo de velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con el simpático y  arrogante Conrado Basadre terminaba así...¡Badajo!...
     Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico. Quería llegar en cuatro horas  a Sincavilca, el antiguo feudo de los  Basadre.
      En la tarde, ya vencida se escuchó otro  galope resonante y premioso, sobre los cantos rodados de la montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:
      -¿Quién vive?
     Refrenó su carrera el jinete próximo, y, con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su vez:
     -¡Amigo! Soy yo, ¿no me conoce?, el administrador de Sincavilca. Voy a buscar al cura para el entierro.
     Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tan prisa en llamar al cura si Grimanesa estaba muerta, y por qué razón no se hallaba en la hacienda el capellán. Dijo adiós con la mano y estimuló a su cabalgadura, que arrancó a galope con el flanco lleno de sangre.  

     Al besar don Timoteo la santa imagen, quedó entreabierto el hábito de la muerta, y algo advirtió, aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejó del cadáver como enloquecido, con repulsión  extraña. Entonces, miró por todos los lados, escondió un objeto en el poncho y, sin despedirse de nadie, volvió a montar, regresando a Ticabamba,  en la noche cerrada.
     Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este silencio. ¡Ni siquiera había asistido al entierro! Don Timoteo  vivía enclaustrado en su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar días enteros, sordo a las súplicas de Ana María, tan hermosa como su hermana Grimanesa que vivía adorando y temiendo a su padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía Conrado  Basadre.
     Pero un día domingo claro de junio se levantó don Timoteo de buen humor, y propuso a Ana María que fueran juntos a Sincavilca, después de misa. Era tan inesperada aquella resolución, que la chiquilla transitó por la casa durante la mañana entera como enajenada, probándose al espejo las largas faldas de amazona y el sombrero de jipijapa, que fue preciso fijas en las oleosas crenchas con un largo estilete de oro. Cuando el padre la miró así, dijo turbado, mirando el alfiler.  
     -Vas a quitarte ese adefesio...
     Ana María obedeció suspirando, resuelta, como siempre, a no adivinar el misterio de aquel padre violento.
     Cuando llegaron a Sincavilca, Conrado estaba domando a un potro nuevo, con la cabeza descubierta a todo sol, hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y remaches de plata. Desmontó de un salto y al ver a Ana  María tan parecida a su hermana en gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato, embebecido.
     Nadie habló de la desgracia ocurrida, ni mentó a Grimanesa, pero Conrado cortó sus espléndidos y carnales jazmines del Cabo para obserquiarlos a Ana  María. Ni siquiera fueron a visitar la tumba de la muerte, y hubo un silencio enojoso cuando la nodriza vieja vino a abrazar a "la niña" llorando.
     -¡José, María y José! ¡Tan linda como mi amita! ¡Un capulí!
      Desde entonces, cada domingo se repetía la visita a Sincavilca. Conrado y Ana María pasaban el  día mirándose a los ojos y oprimiéndose dulcemente las manos cuando el viejo volvía el rostro para contemplar un nuevo corte de caña madura. Y un lunes de fiesta, después del domingo encendido en que se besaron por primera vez, llego Conrado a Ticabamba, ostentando la elegancia vistosa de los días de feria, terciado el poncho violeta sobre el pellón de carnero, bien peinada y luciente la crin del caballo,  que "braceaba" con escorzo elegante y clavaba el espumante belfo en el pecho, como los palafrenes de los Libertadores.
     Con la solemnidad de las grandes horas, preguntó por el hacendado, y no le llamó con el  respeto de siempre "don Timoteo", sino que murmuró, como en el tiempo antiguo, cuando era novio de Grimanesa:
     -Quiero hablarle, mi padre.
     Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija muerta. El viejo, silencioso , espero que Conrado, turbadísimo, le fuera explicando, con indecisa y vergonzante voz, su deseo de casarse con Ana María. Midió una pausa tan larga que don Timoteo, con los ojos entrecerrados, parecía dormir. De súbito, ágilmente, como si los años no  pesaran  en aquella férrea constitución de hacendado peruano, fue a abrir  una caja de hierro de antiguo estilo y complicada llavería, que era menester solicitar con mil ardides y un " santo y seña" escrito en un candado. Entonces, siempre silencioso, cogió allí un alfiler de oro. Era uno de esos topos que cierran el manto de las indias y terminan en hoja de coca, pero más largo, agudísimo y manchado de sangre negra.
     Al verlo, Conrado cayó de rodillas, gimoteando como un reo confuso.
     -¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!
     Más el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de llorar. Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró en voz tan sorda que se le comprendía apenas:
     -Si se lo saqué yo  del pecho cuando estaba muerta... Tú le habías clavado este alfiler en el corazón... ¿No es cierto? Ella te faltó, quizá...
      -Sí, mi  padre.
      -¿Se arrepintió al morir?
      -Sí, mi padre.
      -¿Nadie lo sabe?
      -No mi padre.
      -¿Por qué no lo mataste también?
      -¡Huyó como un cobarde!
      -¿Juras matarlo si regresa?
      -Sí, mi padre.
      El viejo carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado, y dijo, ya si aliento:
      -¡Si ésta también te engaña, haz lo mismo!... ¡Toma!
      Entregó el alfiler de oro solemnemente, como otorgaba los abuelos la espada al nuevo caballero, y con brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indicó al yerno que se marchara enseguida, porque no era bueno que alguien viera sollozando al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz.

                                                                         (Ventura García Calderón)


ANÁLISIS DE LA LECTURA "EL ALFILER"

ES QUE SOMOS MUY POBRES / JUAN RULFO

 

ES QUE SOMOS MUY POBRES 
(Cuento)

     Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único  que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
     Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
     El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrase me hizo despertar enseguida y pegar un brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez al sueño.  
  Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
     A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba  metiéndose a toda  prisa en la casa de esa mujer que le dicen  es la más grande la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar  por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde  no les llegara la corriente.

     Y por otro lado, por donde está el recodo, el río se debía haber llevado, quién sabe desde cuando, el tamarindo que estaba el solar de mi tía Jacinta, porque ahora no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y  por eso no más la gente se da cuenta de que la creciente está que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años. 
     Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo,  junto al río,  hay una gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde  supimos que el río se había llevado a la Serpentina la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos.
     No acabo de saber por qué se le ocurría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más  seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así no más por no más. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
     Y aquí ha de haber sucedido eso de  que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas.
     Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran.
     Bramó como sólo Dios sabe cómo.
     Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de dónde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rondaban muchos troncos de árboles con todo y  raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
     No más por eso, no sabemos si el becerrito está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue que Dios los ampare a los dos.
     La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que tuviera un capitalito y no se fuera ir de piruja como la hicieron mis  otras dos hermanas, las más grandes.
     Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas  eran muy retobadas- Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por  andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas.  Ellas aprendieron pronto y entendían los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban a cada rato por agua al río  y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepando encima.
     Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera a la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé dónde; pero andan de pirujas.
     Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere que vaya  a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó  muy pobre  viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con que entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno que la pueda querer para siempre. Y eso va a estar difícil, Con la vaca  era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca bonita
     La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá  que no se haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
     Mi mamá no sabe por qué Dios  la ha castigado  tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie.
     Todos fueron por el estilo. Quién sabe  de dónde les vendría  a ese par de hijas  suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de hacerle una tras otra con la misma mala  costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos".
     Pero mi papá alega que  aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha. Que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen  ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medios alborotados para llamar la atención.
     -Sí -dice- le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
     Ésa es la mortificación de mi papá.
     Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido de color rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
     Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más gana. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. A sabor de podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.

                                                                                          (Juan Rulfo)

NOS HAN DADO LA TIERRA / JUAN RULFO

 

NOS HAN DADO LA TIERRA

    Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol ni una semilla de árbol ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
     Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero si, hay algo. Hay un pueblo. Se oyen que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una  esperanza.   
     Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
    Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:
     -Son como las cuatro de la tarde.
   Este alguien es Melitón. Junto con él vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro.  Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a  nadie. Entonces me digo. Entonces me digo: "Somos cuatro". Hace rato. como a eso de las once, éramos veintitantos; pero puñito a puñito  se han ido desperdigando hasta quedar nada más este nudo que somos nosotros.
     Faustino dice:
     -Pueda que llueva.
   Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí".
   No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo  que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta traba. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. 
  Aquí así son las cosas. Por eso a nadie se le da por platicar.
  Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora  si se mira el cielo se ve  a la nube aguacera corriéndose lejos a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.
   ¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
    Hemos vuelto a caminar, nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de los que llevamos andando. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.
  No, el llano no es cosa que sirva. No hay conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches tres peleques y una que otra  manchita de zacate con las hojas enroscadas, a no ser eso, no hay nada.
    Y  por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie, Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina.
     Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30" amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener   todos aquellos  caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.
     Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas  salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten  la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero, cuando tengamos que trabajar aquí ¿qué haremos para enfriarnos del sol eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tepetate  la que la sembráramos.
      Nos dijeron:
      -Del pueblo para acá es de ustedes.
      Nosotros preguntamos:
      -¿El Llano?
      -Sí, el llano. Todo el Llano Grande.
     Nosotros paramos la jeta para decir que el Llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena,  No  este duro pellejo de vaca que se llama el Llano.
     Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:
  -No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
    -Es que el llano, señor delegado...
    -Son miles y miles de yuntas.
    -Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
     -¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba  a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.
     -Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
    - Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.
     -Espérenos usted, señor  delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede,  Eso es lo que hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por dónde íbamos...
    Pero él no nos quiso oír.
    Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semilla de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera, tratando de salir lo más pronto posible de este  blanco terregal endurecido, donde  nada se mueve y por donde uno camina como reculando.
     Melitón dice:
     -Esta es la tierra que nos han dado.
     Faustino dice:
     -¿Qué?
     Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar, Ha de ser el calor que lo hace hablar así. El calor  que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado  la cabeza, Y si no , ¿por qué dice  lo que dice? ¿Cuál tierra nos  han dado, Melitón?  Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar  a los remolinos".
     Melitón vuelve a decir:
     -Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.
     -¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban
     Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le lleva al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.
     Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
     -Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?
     -¡Es la mía! -dice él.
     -No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
     -No la merqué, es la gallina de mi corral.
     -Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?
     -No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.
     -Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire. Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla al aire caliente de su boca.
     Luego dice:
     -Estamos llegando al derrumbadero.
     Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la  barranca  y él va mero adelante. Sé que ha agarrado a la gallina por las patas. Y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.
     Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Después de venir durante once horas pisando la dureza del llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe  a tierra.
  Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso  también es lo que nos gusta.
  Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
  Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercarnos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites.
     -¡Por aquí  yo! -nos dice Esteban. Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo. La tierra que nos ha dado está allá arriba.

                                                       (Juan Rulfo)